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Stories: Elder Randall y yo

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Elder Randall y yo 05 Jan 2009
Era el mes de Diciembre del 1997, el día exacto no lo sé pero lo que sucedió a mi compañero Elder Randall y mi persona quedará muy grabado en el recuerdo, en esa memoria inmortal que se levantará con nosotros, es la llamada conciencia y es la plena certeza de que en aquella oportunidad nunca nos hallábamos solos. Después de almorzar mi compañero y yo nos alistamos una vez más para retomar a nuestra diaria faena, ésta vez tendríamos que caminar mucho, yendo en busca de una familia muy pobre la que atentamente siempre nos escuchaba. La tarde era fría y lluviosa como las que solamente hay en Sicuani provincia del Cuzco. El camino estaba echo de barro jabonoso muy bien conocido por cálidas botas y a esto debemos sumar los paraguas, linternas, chompas, terno, sobretodo o gabán, impermeables, es decir un excedente de 20kg aproximadamente en nuestros cuerpos. Nuestras armas un bolso con nuestras escrituras y el Libro de Mormón dos unidades por cada uno. Oramos de rodillas, descendimos a la puerta y caminamos por las calles hasta abandonar la ciudad y perdernos en el campo, donde un sol iluminaba tímido, acosado por nubes densas y grandes que amenazaban con una fuerte tormenta. Nada nos acobardó (Teníamos la orden de nos proselitar en casos de lluvia y/o granizo). El pasó firme, la mirada alegre y con el alma en sonrisa dialogamos en el transcurso sobre nuestros proyectos (pronto terminaríamos nuestro servicio misional). Tras dejar los sonidos de la ciudad, subir unas cuantas colinas y bajarlas, de las muchas que hay llegamos a la puesta de su casa. Tocamos serenamente al portal de aquella morada auxiliados por una piedra del camino, pues nos dolían los nudillos de los dedos y nuestras bocas se rajaban por la helada del momento. Al poco de esperar la dueña de la casa nos ampara en la sala de tu casa echa de quincho y adobe, esperando la venida de su esposo. Los cuyes jugaban comiendo su alfalfa, la leña ardía calentando una vieja olla de barro preparando la “urpada” (es una infusión de muchos cereales o maíces de color blanco), el rostro de la anfitriona delataba vergüenza la que trataba de interpretar pues no era la primera vez que le visitábamos. Elder Randall no tenía mejor técnica en su relación de confianza que husmear lo que se cocinaba, nunca podré entenderlo si comía poco y el gordo era yo. Tras una breve espera, llega sudoroso el esposo a pedir disculpas y contrariado porque se asoma la tormenta, granizará mucho y ya son las 5pm y pronto se apagará el sol, tiene que recoger el maíz puesto a deshidratar y guardar su rebaño de algunas llamas y ovejas. Mientras lo escuchaba atentamente, escuche decir: “Huayquicha nada va suceder. Traigan sus sillas”. Pero al ver su rostro incrédulo replicó: “No sé preocupe Huayquicha (hermanito en quechua), somos tres. Panachay (hermanita en quechua) me separa mi taza de esa leche…” (Elder Randall era de EEUU y hablaba el castellano sin acento alguno y se esforzaba por aprender quechua) y para sorpresa ya estaba solo con camisa y placa (ni la corbata se salvo)” y antes que nadie cruzó el umbral se adentro hasta el corralón de aquella casa, tomó la pala y bolsas que llenas pesaban tanto como yo (recuerden no soy nada flaco) las que ubicaba en su hombro y con fuerza de gladiador las trasladaba al interior lejos de la lluvia y el barro. “Si él puede yo también”. Tomé la otra pala y más bolsas y juntos ingresamos todo el maíz, lo apilamos correctamente mientras el hermano guardaba el rebaño y la hermana se apuraba por prender los mecheros o antorchas e iluminarnos. El viento helado nos rompía el rostro, sangraba las bocas y enfermaba los pulmones y cuando menos acordamos la faena culminó y un caliente jarrito de “urpada” (no es chicha”) nos calentaba por dentro y por fuera. Las sonrisas eran de gratitud y los niños asomaban desde su cama echa de cueros de oveja y viejas mantas tejidas con la técnica de los incas que se integraban a esa fiesta. Randall tomaba aire, se sentó a mi lado y comentó: “Le dije huayquicha, nada pasó. Siéntese para dar la charla”. El asombrado hombre miro a su esposa y ella conocedora de las miradas de su conyugue nos recordó que en minutos oscurecería ya y el camino de regreso era peligroso y podríamos perdernos, además la lluvia y el granizo harían duro el regreso por la baja temperatura. Elder Randall con fe de Moroni les dijo fijamente: “Les hago la promesa que terminamos la charla, no llueve ni graniza, se estrella la noche hasta que salga el sol mañana”. Ellos sonrieron, se miraron y se sentaron y pude entender que lo hacían sólo en gratitud. Mi compañero sentado a mi lado derecho con escrituras en mano me dijo en voz baja: “Compañero vaya orándole al jefe, que de ésta nadie nos salva. Parece que llueve y graniza”. Sonreí y le repliqué. “Estamos en su negocio, no creo que nos falle”. Pero como él todo lo contestaba rápidamente. Asomo su mirada cómicamente siniestra y respondió: “Oré, que el jefe del sindicato dijo nada de salir en lluvias”. Lo del “jefe” es clara alusión a quien nos presidía en la misión. Oré con alegría y alguna lágrima traicionera asoma. La que sequé solapadamente y empezamos. Teníamos que modificar todo el mensaje con ejemplos didácticos tomados de su manera de vivir o su habitad y su alegría nos decían que comprendían. Terminamos con una oración y era ya de noche, aún no castigaba el cielo y la temperatura se mantenía baja. Asomaron las preguntas comunes: “¿De dónde son ustedes hermanos?”. De Arizona, de Talara, respondimos. ¿Y cuanto les pagan por venir de tan lejos?”. “Nada. Pagamos por estar aquí”. Dijo Elder Randall. No pudo entender la respuesta creo yo, pero ya momentos antes de salir la hermana nos entrega una alforjita llena de maíz cocido para el camino. La hermana se afanaba en que nos marchemos, no sea que nos pase algo y se acomedía por indicarnos el camino desde la puerta, señalando una estrella que apenas delataban las nubes, como referencia la que deberíamos seguir con exactitud matemática, para llegar a la ciudad. Me atreví a recordarles que nada sucedería, aquella noche. Callaron incrédulos creo yo. Lo reto a que mire la noche siempre y verá lo que sabemos”. Al cerrarse aquella puerta, con toda la indumentaria puesta, incluido impermeable, paraguas y linternas nos regresamos algunas veces en silencio otras coordinando el camino de regreso, pronto serían las 9pm y nosotros lejos de la ciudad aún. Con las baterías bajas, turnamos el uso, guardando provisión para el trayecto. Llegamos a las puertas de la ciudad y un triciclo fue nuestro vehículo para apurar nuestro paso. Al pasar por la capilla, la lluvia arreciaba. Detuve la unidad y mi compañero sin decirle nada salto camino hacía algún salón de la capilla, solamente le seguí. Las palabras sobran, cuando se conoce el propósito de ser misionero en casos así. La puerta del salón que se usaba para la Sociedad de Socorro se cerró y oramos de rodillas y una desesperación nos abrumo. Fue una oración por cada uno y pedimos que se calmaran las aguas y se cumpliera la promesa que hicimos. Pero Dios no hace nada que podamos hacer por nosotros mismos y mucho menos si eres misionero. Así que con vos serena se pidió a los cielos se iluminen y que el viento dejen de castigar. Al terminar llorábamos, las palabras sobraban, nos abrazamos, se abrí la puerta testigo mudo de aquella escena y corriendo nos fuimos a nuestra habitación (unos 15minutos caminando), aún llovía y el viento decía presente, ya al amparo de ésta luego de orar y mudarnos la ropa, observé que la ventana no se hallaba húmeda. Inquieto asomé habían estrellas y muchas, casi por millares, el viento se calmo. Llamé a mi compañero, Miramos el cielo de Sicuani en su plenitud y solo nos quedo dar gracias en oración y las lágrimas fueron de alegría esta vez. Pasaban los días, esperando con ansiedad la siguiente fecha y recordarle la promesa aquella familia. No fue necesario esperar toda la semana. Hallamos a aquél hombre en la plaza que en su escaso lenguaje sin querer ofender nos llamo brujos o adivinos, para saber lo que sucedería. Sin perder tiempo, tan pronto terminó lo desafiamos a bautizarse. Aceptó encantado. Cancelamos nuestra “toque de puertas” para seguir buscando nuevos hermanos. Salimos en busca de aquél hermano y grata fue la noticia que se bautizó junto con su esposa, días después su primogénita, y estoy seguro que lo harían todos después. Hoy a pasado mucho tiempo, no sé nada de mi compañero. McKensie Randall, mi amigo, mi hermano y quizá mi sangre. Solo sé que cada vez que recuerdo lo quiero más. No fui el mejor de los misioneros. Nunca quise serlo, jamás lo busqué. Solo busque ser lo mejor que podía ser. Con amor Elder Yarlequé Paco (a) “El Tronky” Misión Perú Lima Central.
Paco Oswaldo Yarlequé Julián Send Email
 
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